Hace unas noches, registrando el escaparate antiguo que está empotrado en mi cuarto, en busca de un dibujo que no apareció jamás, reencontré mi caja fuerte. Hacía tantos años que no la veía que ya ni me acordaba que existía. Fue una verdadera sorpresa. Ella, mirándome desde su pequeñez, me desafiaba a abrirla, a desenterrar viejos secretos; y yo, como una colegiala, saltaba emocionada con mi descubrimiento.
-¿Qué habría guardado allí todos estos años? ¿Cuáles serían mis tesoros? ¿Habría dinero? ¿Algún bicho muerto? ¿Papeles incriminatorios?
La verdad es que no tenía la menor idea. En mi cabeza sólo vagaba… prendida con un alfiler a la memoria, la contraseña.
Luego de un largo tira y afloja con los números el cerrojo hizo clic y, como si de la caja de Pandora se tratara, uno a uno empezaron a escaparse los recuerdos.
Guardados bajo llave estaban aquella bola blanca de la infancia que tantos triunfos recogió en la calle (un prístino amuleto de la suerte) y también el recuerdo dulce de mi primer clavel. Había, además, una postal y una carta. Tiernas ambas, legado de la primera vez que me enamoré.
La caja fuerte (afortunadamente) clarificó prioridades… al fin y al cabo, los mejores tesoros siempre han sido los recuerdos.

Yo también tengo recuerdos amorosos de la infancia, dos citaciones judiciales de niñitas a las que pedí salir concretamente 🙂
Qué verguenza señor D, qué verguenza!!
Hace un par de décadas se había puesto de moda aquello de las «Arcas de tiempo» o algo así. la idea era enterrar (lo hicieron incluso gobiernos o instituciones) objetos diversos distintivos de ese tiempo para que fuera abierta, esa arca, cine años después. Lo tuyo fue un «Arca del tiempo» involuntario.
Cariños.
Involuntario pero agradecido. Fue un gustazo encontrarme con todos esos recuerdos de sopetón.
Así como lo es recibir tus comentarios 🙂