SMS

Estuve par de meses sin entrar a la casa antes de las 8 de la noche: el trabajo, el transporte, la distancia… Por x o por y, las luces de mi terraza sólo se prendían después del noticiero.
Antes, solían esperarme inquietas, irradiando luz. Como uno de esos cocuyos que sirven de guía cuando la noche aparece. Al bajarme de la guagua, sabía que él estaba esperándome gracias al leve titilar del bombillo que asomaba por la ventana.
Nosotros habíamos empezado a vivir juntos casi por casualidad. Él no tenía dónde quedarse y a mí un testamento me dejaba unas inesperadas cuatro paredes. ¿Quieres venirte a vivir conmigo? le había soltado a bocajarro mientras él, más aturdido que sorprendido, me respondía que no con la misma naturalidad con la que se llevaba el cigarro a la boca.
Juro que en ese momento pensé que había esquivado una bala. La pregunta había saltado a mis labios sin antes haberla procesado el cerebro. ¿Vivir juntos cuando apenas nos conocíamos? ¿cómo se me había ocurrido semejante idea?

Por supuesto, a la semana ya estábamos compartiendo cama. Y yo andaba por las calles columpiándome con las nubes. Como él siempre había odiado la tecnología y yo soy una adicta furiosa, sólo accedió a llevar arriba su celular para escribirme “te quiero”. Sé que suena extremadamente cursi,
pero esa absurda manía suya me sacaba una sonrisa en los lugares más insospechados. Yo le podía escribir 5 mensajes para ponernos de acuerdo en algo y lo único que respondía de vuelta era “te quiero”, las 5 veces. Luego, como aflojando la cuerda, buscaba un teléfono fijo del cual llamarme.

Durante los primeros 5 meses vivimos en una especie de algodón rosado. Cada noche, antes de acostarnos, nos leíamos un cuento -teníamos nuestra propia manera de creernos Sherezada- y al final hacíamos el amor como imagino hicieron los amantes en aquella amenaza de octubre nuclear.
Éramos un par de idiotas felices. Y como idiotas, al fin y al cabo, acabamos con la alegría con la misma rapidez que nos enamoramos. De un día a otro acumulamos culpas y un portazo acabó por devorarse el algodón de azúcar. La soledad, esa ecuánime compañera que no se inmuta por nada o nadie, se instaló en la casa el mismo día en que algún ladrón oportuno (y oportunista) aprovechó el vacío y se llevó el bombillo mientras él recogía sus maletas.
Solo se llevó algunas ropas. Prometió volver por el resto en cuanto consiguiera un lugar. Yo le miré partir y no se me movió ni un pelo. El orgullo es como un dique contra lágrimas.
Se fue durante un tiempo a trabajar en otros países. Yo borré su número de mi teléfono y evité a toda costa las canciones que hablaban de amor. Me obligué a una especie de amnesia selectiva.
En realidad, nunca me llegué a sentir realmente sola. A pesar de la lejanía de aquellos meses, la casa siempre se había percibido llena. Sus libros y documentos le habían arrebatado las esquinas al apartamento e incluso contra mi voluntad, esa colección de sellos que le escondía siempre, encontró su lugar en la gaveta de mi mesa de noche. Mi ropa se abarrotaba en la mitad del clóset y no me atrevía a descolgar de las perchas aquellos abrigos lejanos hechos con cuero. Seguía cocinando para dos y botando la comida a los tres días.
La ropa sucia me miraba anhelante y el gas de la cocina (ese que jamás supe dónde buscar porque él se había encargado siempre) encendía temblorosa al quinto intento con la fosforera.
Hasta esa noche. Al prender la luz, como si de un acto de magia se tratara, habían desaparecido de un tirón los libros, los sellos, los documentos, la ropa sucia, los abrigos viejos… Había hecho uso de la llave que no me atreví a quitarle y se había llevado hasta los recuerdos.

Fue tanto el vacío, que sentí que me sacaban todo el aire de dentro. Subí hasta la azotea, me paré en el borde y prendí el teléfono. Una luz pequeña parpadeó en el cielo. Titiló un segundo.

Miré la pantalla, aparte de mi reflejo, un pequeño texto.

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