La hierba seca no huele a alcohol

…y hay locuras de allá 
donde el cuerdo no alcanza 
locuras de otro color.
SR.

A dos cuadras de mi casa se encuentra el único hospital psiquiátrico de la ciudad. No es un hospital grande y tiene sus muros pintados con un tono verdeamarillo que recuerda la hierba seca que se comen las vacas. Mi tía, que es enfermera, trabaja dentro. Cada domingo, en el turno de la tarde, paso a llevarle la comida horrorosa que le prepara mi mamá y ella, con actitud de mártir, se traga despacito.

Hace ya un mes, en una de esas visitas obligatorias, conocí a Karla. Tía dice siempre que es una mujer preciosa, pero a mí me recuerda a uno de esos gatos callejeros que pasean por las calles en busca de una mano que los acaricie. Tiene sus mismos ojos verdes. Si soy sincero tengo que confesar que al principio me asustaba un poco que me mirara tan fijo, pero según mi tía, “es una loca pacífica”.

El primer día que la vi, andaba como una zombi recogiendo las hojas secas del patio. Yo aún tenía el pozuelo de la comida en las manos cuando me llamó la atención aquella muchacha desgreñada que se agachaba cada cinco minutos a recoger algo de la tierra.
Me le quedé mirando como un tonto hasta que tía me pegó un grito y me llamó dentro.
Cuando salí, ella me estaba esperando con el montoncito en un cartucho. “Tienes un color bonito”, dijo modo de saludo, y yo pensé que se refería al color que había cogido esa semana en la playa. Pero no, justo después me explicó que no todos los niños que pasaban por el hospital tenían mi tono de azul de mar y ahí si me quedé frío. Me miré las manos enseguida y casi aliviado le dije que no, que mi piel no era azul, solo estaba medio roja por el sol de la playa. Ella me escuchaba explicarle con la misma sonrisa del gato de Cheshire y, mientras le insistía, comprendí.
Justo en ese momento sonó la campana que llamaba al almuerzo y Karla me dejó plantado mientras echaba a correr al comedor. Yo, con cara de idiota, me volví a mirar las manos.

El domingo siguiente recorrí casi todo el hospital esperando encontrarla nuevamente, no apareció. Pensé incluso preguntarle a tía si la había visto pero luego me la imaginé haciéndome las preguntas que le hacen todos los adultos a los niños y desistí. No estaba dispuesto a admitir frente a nadie que me gustaba ser llamado azul. Capaz que me internaran por eso, o peor, que se lo dijeran a mi madre y jamás me dejara salir de nuevo.

Esa semana me duró un milenio. Estuve esperando el domingo como si fuera mi cumpleaños y, cuando al fin llegó, casi me olvido el dichoso pozuelo. Tanto apuro tenía por llegar que, al doblar la esquina, me tropecé con una piedra por andar corriendo.
Cuando llegué al hospital, con el pantalón roto y los zapatos sucios, al ver Karla sentada en el portal leyendo un libro, se me disolvió el dolor.
Recuerdo que aquella tarde pasó volando. Mientras Karla me contaba, o mejor dicho, me describía su universo de colores, yo iba atesorando cada palabra que salía de su boca. Según ella, cada persona tenía un color específico y, aunque en un principio creí que se refería a un olor característico, ella me sacó de mi error asegurándome que los colores y los olores no se parecen en nada. Me puso como ejemplo el olor del hospital y el verde de su pintura; yo tuve que aceptar que no tenían nada que ver. La hierba seca no huele a alcohol.

El domingo siguiente, mientras la esperaba en el salón de mi tía, escuché a dos médicos hablando de su evolución. “No tiene remedio”, le decía uno a otro, “los tratamientos con ella no funcionan. A pesar de ser la loca más cuerda que tenemos, en el fondo parece que no se quiere curar”. Creo que al verme interesado pararon de hablar. Se arremangaron sus batas blancas y comenzaron a nombrar pastillas que terminaban en pan. Me acuerdo de ello porque me entró tremendo ataque de risa al pensar que el que las nombró debía de ser un loco más. ¿A quién se le ocurre ponerle a las pastillas un nombre terminado en pan?
Afortunadamente, Karla llegó unos minutos después y se me olvidó todo aquel debate cuando nos pusimos comparar olores con colores. No me hubiese acordado de aquello si no fuera porque hoy, cuando mi tía destapó su comida, un olor a hierba de parque inundó el comedor mientras una sopa tristísima jugaba a matar cebollinos.

Deja un comentario

Blog de WordPress.com.

Subir ↑